
La crisis ecosocial supone una amenaza sin precedente de urbicidio, de destrucción de los entornos construidos, de desmoronamiento de las ciudades que habitamos. El diagnóstico lo hace José Luis Casadevante «Kois», activista del movimiento social de Madrid, sociólogo y experto en agricultura urbana, autor de Huertopías. Ecourbanismo, cooperación social y agricultura (Capitán Swing, 2025), un libro que es una daga al corazón del modo de vida de las ciudades que, hiperespecializadas (servicios, turismo, tecnología), le han dado la espalda al sector primario, a la producción de alimentos.
Para Kois, que lleva años trabajando en distintas iniciativas comunitarias ligadas a la agricultura urbana, este descuido, sumado a un inevitable crack del capitalismo global -viviremos con menos recursos y menos energía-, obligará a desempolvar la agenda del ecourbanismo, a pensar transformaciones estructurales sobre la relocalización y democratización de los sistemas alimentarios.
El 79% de todos los alimentos producidos en el mundo se consumen en zonas urbanas, señala en el libro. Transportar esa comida desde miles de kilómetros de distancia siguiendo cadenas globales de suministro conlleva un alto coste climático, un desperdicio de alimentos que ronda un tercio de la producción mundial y un despilfarro energético que, a su juicio, no podrá sostenerse mucho tiempo.
“Las ciudades son lugares pequeños, en términos geográficos, pero su responsabilidad es enorme a la hora de provocar daños ecológicos. Ocupan algo más del 3% de la superficie del planeta, pero son responsables del 80% de las causas de su deterioro, consumen en torno al 67% de la energía primaria mundial y provocan el 75% de las emisiones de gases de efecto invernadero”, explica.
Su tesis es que la agricultura urbana –»huertos, granjas, zonas de cultivo en escuelas, en bibliotecas, bosques comestibles, viñedos urbanos, azoteas u otras plantaciones que “desafíen el hambre y la desigualdad»– emerge a lo largo de la historia en periodos convulsos. Ocurrió hace unos años en la pandemia y volverá a ocurrir en los próximos años producto de «las crisis recurrentes» que ya se están desatando en un mundo cada vez más caliente.
«La agricultura urbana es una pieza clave para avanzar en las transformaciones multidimensionales que necesitamos, tanto en el sistema alimentario, en la planificación urbana y en cómo habilitar nuevos lugares de participación ciudadana y de encuentro vecinal», afirma.
¿Por qué es tan importante hablar hoy de agricultura urbana?
Es importante hablar de ecourbanismo, el concepto un poco más amplio, porque las ciudades, que aparentan ser omnipotentes y enclaves todopoderosos de la globalización, son espacios tremendamente vulnerables y frágiles desde una óptica ecosocial. Estamos en un modelo que es insostenible e inviable a medio plazo. La ciencia nos dice que vamos a vivir con menos recursos, con menos energía y en entornos ambientalmente más adversos. Esto no es negociable, nos queda por tanto adaptarnos a estas certezas de la mejor manera posible. Y esto implica asumir, en buena medida, la agenda del ecourbanismo para transformar las ciudades. Hasta hace diez años, esta agenda tenía un punto ciego bastante grande: la no reflexión sobre el funcionamiento de los sistemas alimentarios urbanos. Se hablaba de movilidad, de energía, de renaturalización, de zonas verdes, pero no se planteaba la alimentación. Esto está cambiando. La agricultura urbana es una pieza clave para avanzar en las transformaciones multidimensionales que necesitamos, tanto en el sistema alimentario, en la planificación urbana y en cómo habilitar nuevos lugares de participación ciudadana y de encuentro vecinal.
¿Por qué se está clarificando este punto ciego? ¿La pandemia ha sido el gran detonante?
Es previo a la pandemia. Ya hace 15 años que se consolidó la reflexión en el campo científico y académico sobre la importancia de estos sistemas alimentarios. Lo podríamos escenificar, en términos políticos, con la firma del Pacto de Milán en 2015 por más de 150 alcaldes de muchas de las grandes ciudades del mundo, planteando una estrategia seria para avanzar en una transformación radical, resiliente y sostenible de los sistemas alimentarios urbanos. Esto fue un pacto auspiciado por la FAO y lo suscribieron grandes ciudades. En aquel entonces estaba Madrid como una de las ciudades pioneras de España en firmarlo. También Barcelona y Valencia. La pandemia y los confinamientos lo que vinieron a plantearnos fue la tremenda vulnerabilidad de las cadenas de suministro globales para dar de comer a las ciudades. Es decir, que en un contexto de crisis nos damos cuenta de que vivimos en entornos en los que no se produce prácticamente nada que sirva para estar vivos. Economías urbanas hiperespecializadas, terciarias, apuntaladas en los servicios y el turismo, en las que el sector primario ha sido totalmente descuidado.
¿No se ha diluido esa vulnerabilidad que expuso la pandemia sobre cómo nos alimentamos?
No tanto. La pandemia abrió una ventana de cinco meses en el cual nos vimos obligados a adoptar determinados cambios, nos ofreció una oportunidad para replantearnos muchas cosas, entre ellas las condiciones de vida de muchos de nuestros vecinos y vecinas. De un día para otro nos dimos cuenta de que decenas de miles de personas en Madrid viven tan al día que en cuestión de diez días dejaron de tener para comer. Quien sostuvo a toda esta gente fueron las redes vecinales. Y es cierto que hubo una gran efervescencia sobre el funcionamiento de los sistema alimentario, de dónde sale lo que comemos, quién nos alimenta en un contexto de cierre o de embudo. Lamentablemente, este replanteamiento no contó con apoyo político para empezar a transitar hacia modelos más agroecológicos. Las apuestas fueron y siguen siendo muy tímidas.
En tu libro explicas que la agricultura urbana emerge a lo largo de la historia en periodos de crisis. ¿Es este contexto tan convulso un aliado de los huertos?
Siempre que hay una situación de crisis o de emergencia la agricultura urbana reaparece para alimentar a la gente, pero especialmente para volver a juntarlas, para consolidar dinámicas de ayuda mutua. Creo que si metemos ahí el vector de la crisis ecosocial con cierta centralidad, la agricultura urbana ya no es más una flor efímera que se va a marchitar cuando vuelvan los tiempos buenos. ¿Por qué? Porque hay una vuelta posible a la normalidad. La crisis ecosocial nos sitúa en un proceso de crisis recurrentes, incluso de agravamiento de muchas de ellas. No sabemos qué expresión va a tomar la próxima crisis, pero sabemos que, inevitablemente, vamos a vivirla tanto por la parte climática como por la parte social y económica. Este contexto va a consolidar a la agricultura urbana como una herramienta útil, estratégica, que va a formar parte del repertorio de herramientas, tanto para los movimientos sociales como para quienes diseñan las políticas públicas.
Nos han vendido un futuro con coches voladores en las ciudades y tendremos un futuro, no muy lejano, repleto de huertos urbanos para atajar los efectos de la inevitable crisis de la agroindustria. ¿Cuán difícil es romper los imaginarios colectivos del futuro?
Es difícil. Habitamos narrativas muy consolidadas, como la idea del progreso ilimitado vinculado al crecimiento económico, el único mecanismo de mejora y prosperidad de nuestras sociedades. Delegamos en alguna suerte de invención muchas de estas soluciones que, en verdad, pasan por el factor humano, por la política y por transformaciones en las que no todo el mundo va a ganar. Estamos en un contexto cultural atravesado por una especie de monocultivo de distopía. Vivimos entre el solucionismo tecnológico, como una especie de espejismo, y la distopía como el único horizonte que somos capaces de pensar con cierta consistencia. Coger los peores rasgos de nuestro presente, proyectarlos al futuro y construir sociedades aterradoras. Sin embargo, no somos capaces de hacer el ejercicio inverso. Somos muy autocríticos. Nos cuesta tener una mirada apreciativa, de ver el árbol en la pequeña semilla. Y tenemos un montón de semillas. El problema es que no cuentan ni con marcos reguladores, ni con apoyo institucional, económico, de recursos, de visibilidad, de legitimidad. Si la política pública se volcara, por ejemplo, en favorecer todo esto podríamos empezar a ver cómo se despliegan potencialidades, pasar de la pequeña a la gran escala. Ahí es donde debemos anclar las nuevas narrativas, en la esperanza. Porque son cosas que ya funcionan, son realidades, no son meras especulaciones. Y luego también hacer una suerte de reagrupación, de coger como si fueran fragmentos de un espejo roto y juntar las mejores experiencias que conocemos en todos los ámbitos. Hoy sólo vemos trocitos. Pero si los cogiéramos todos y lo juntáramos, sería distinto. Veríamos que otras ciudades son perfectamente posibles y deseables.
Muchos siguen viendo a la agricultura urbana como hobby, como actividad recreativa. Pero no como una solución local, próxima y accesible al mundo que se viene. ¿Es clave este click?
Al final la agricultura urbana se sitúa siempre como en medio. Es una práctica que está a caballo entre lo doméstico y el espacio público; entre el barrio y la ciudad; entre la cultura y la naturaleza; entre lo productivo y lo reproductivo. Una clave es tener miradas mucho más integrales y sistémicas que nos permitan maximizar las potencialidades de la agricultura urbana. Y una de las partes es entender que puede ser una pieza para transformar el modelo de ciudad, el sistema económico y el sistema alimentario. Las ciudades no van a ser autosuficientes. Por mucho que produzcan van a seguir teniendo unos umbrales de vulnerabilidad muy altos. Pero se pueden reducir. Ahí hay como dos papeles que juega la agricultura urbana. Uno: maximizar esta producción de alimentos. Dos: la conexión social. El poder de la agricultura urbana no va a ser tanto a cuánta gente va a dar de comer, sino a cuánta gente permitirá conectar con una sensibilidad diferente en materia alimentaria. Este espacio de alfabetización agroecológica tiene mucho poder transformador.
Fuente: Climática